El rostro de la misericordia / Daniel Conway
El pecador puede llegar a ser santo, el corrupto no
“David es santo. Era pecador. Un pecador puede llegar a ser santo. Salomón fue rechazado porque era corrupto. Un corrupto no puede convertirse en santo. Y a la corrupción se llega por ese camino del debilitamiento del corazón.”
(Papa Francisco, homilía del 8 de febrero de 2018).
El papa Francisco es famoso por sus afirmaciones que a menudo se “saca de la manga” y que parecen contradecir el modo en que normalmente concebimos la vida. Una de esas afirmaciones se produjo durante su homilía en la misa matutina en su residencia, la Casa Santa Marta, el pasado febrero.
Hablando acerca de la corrupción, un tema que aborda frecuentemente, el Santo Padre expresó que “un corrupto no puede convertirse en santo.”
Para ilustrar esta afirmación, comparó al rey David del Antiguo Testamento con su hijo, Salomón. David fue un pecador que se arrepintió y hoy se lo considera santo. Paradójicamente, Salomón quien parecía llevar una vida “equilibrada” como un hombre sabio y recto, “se alejó del Señor” para seguir a otros dioses.
¿Cómo puede ser que un gran pecador como David sea considerado un santo, en tanto que un líder reconocido e incluso reverenciado como su hijo, Salomón, de quien el Papa afirma que fue “reverenciado en todo el mundo” se distancie del Señor?
De acuerdo con el papa Francisco, la respuesta está en la debilidad del corazón. “Cuando el corazón comienza a debilitarse—afirma el papa—no es como una situación de pecado: tú cometes un pecado, y te das cuenta enseguida: “Yo he cometido este pecado,” está claro. El debilitamiento del corazón es un camino lento, que resbala poco a poco, poco a poco, poco a poco. … Y Salomón, adormecido en su gloria, en su fama, comenzó a recorrer este camino.”
Y el papa prosigue diciendo que, paradójicamente «es mejor la claridad de un pecado, que el debilitamiento del corazón, porque el gran Rey Salomón terminó corrupto: tranquilamente corrupto, porque el corazón se le había debilitado».
La corrupción ocurre en todos lados en cada instancia de la vida. Los políticos como Salomón, que comienzan con el deseo de hacer lo mejor para su pueblo, pueden ir sucumbiendo poco a poco a la debilidad del corazón. Lo mismo se puede afirmar de maestros y abogados, sacerdotes y obispos. Quizá comiencen con el deseo de marcar la diferencia, pero con el tiempo se vuelven escépticos, se desilusionan y su corazón se debilita; entonces se vuelven corruptos.
Un líder religioso corrupto carece del celo para velar por las cosas de Dios; a un político corrupto ya no le importa el bien común del pueblo al cual sirve; un líder de negocios corrupto engaña a sus clientes o proveedores; un soldado o un policía corrupto no “protege y sirve” y, en vez de ello, coloca sus intereses por encima de las necesidades de la comunidad o del país.
La corrupción erosiona el tejido de la sociedad y contribuye al declive general del mundo civilizado. Según lo ha señalado repetidamente el papa Francisco, las familias también se corrompen, tal como sucede en el caso de las familias que participan en una vida de crimen organizado.
El papa nos dice que es mejor ser un pecador que se arrepiente que una persona de corazón débil que niega su complicidad con el mal. “Si no nos oponemos al mal, lo alimentamos de modo tácito. Es necesario intervenir donde el mal se difunde; porque el mal se difunde donde faltan cristianos audaces que se opongan con el bien.” La corrupción nos impide gradualmente reconocer la presencia del mal y oponernos a este con el bien.
“No basta no odiar—predica el papa—es necesario perdonar; no basta no tener rencor, es necesario orar por los enemigos; no basta no ser causa de división, es necesario llevar la paz donde no existe; no basta no hablar mal de los demás, es necesario interrumpir cuando escuchamos hablar mal de alguien.”
La corrupción nos roba paulatinamente el valor y la fortaleza que necesitamos para amar a Dios y al prójimo con todo el corazón. Debilita nuestra determinación y nos ciega ante la verdad de nosotros mismos y del mundo.
¿Cuál es la solución, cómo podemos proteger nuestras almas contra la corrupción? “Vigilancia,” dice el papa Francisco. “Vigilar sobre tu corazón. Todos los días, estar atento a lo que sucede en tu corazón. ¿Cómo está mi corazón, mi relación con el Señor? Y gustar la belleza y la alegría de la fidelidad.”
(Daniel Conway es integrante del comité editorial de The Criterion.) †