Cristo, la piedra angular
Del horror de la cruz proviene nuestra esperanza y salvación
Jesús le dijo a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del Hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna.” (Jn 3:13-15)
Mañana, 14 de septiembre, es la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Lo que para el mundo antiguo era un instrumento de horror indecible—no muy distinto de la cámara de gas o la guillotina—el madero de la cruz se ha convertido para los cristianos en un poderoso signo de esperanza y salvación. El sacrificio redentor de Cristo, su pasión y muerte, se resumen en el símbolo de la Santa Cruz, y es motivo de alegría para nosotros porque representa el camino hacia la resurrección de nuestro Señor.
La primera lectura del Libro de los Números (21:4b-9) recuerda al pueblo “perdido” de Israel que vagaba por el desierto y se quejaba de que supuestamente Dios no les prestaba atención. A pesar de que los rescató de la esclavitud en Egipto y les ofreció un nuevo hogar en la Tierra Prometida de Leche y Miel, refunfuñaban entre ellos y le decían a Moisés: “¿Por qué nos has hecho subir de Egipto para morir en el desierto? Porque no hay pan ni hay agua, y nuestra alma está hastiada de esta comida miserable” (Núm 21:5).
Entonces se los castiga por su ingratitud e infidelidad; serpientes venenosas los amenazan con graves enfermedades, incluso con la muerte, y ruegan a Dios que los salve … una vez más. El Señor le dice a Moisés que monte una serpiente en un poste y promete que quien haya sido mordido por una serpiente venenosa se curará.
Los cristianos entendemos la analogía: Jesús asume los pecados del mundo. Tal como nos dice san Pablo en la segunda lectura de la festividad de hoy:
“Haya en ustedes esta manera de pensar que hubo también en Cristo Jesús: Existiendo en forma de Dios, él no consideró el ser igual a Dios como algo a que aferrarse; sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, hallándose en condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!” (Fil 2:6-8)
Jesús se convierte en la serpiente del Antiguo Testamento. Como dice san Pablo, Jesús, que no era pecador, “se hizo pecado” (2 Cor 5:21), se convirtió en el antídoto para el mal venenoso que ha infectado a toda la humanidad desde los pecados de nuestros primeros padres. Y la elevación (exaltación) de la Santa Cruz es un signo incuestionable de que el sacrificio redentor del Hijo único de Dios ha vencido de una vez por todas el pecado y la muerte.
El Evangelio de san Juan da testimonio del poder de este antídoto mediante uno de los pasajes más citados de toda la Sagrada Escritura:
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Jn 3:16-17).
Nuestra redención, y la salvación del mundo entero, llegan a través de la Santa Cruz. No hay otro camino hacia el cielo, no hay otro camino hacia la verdadera felicidad y la alegría duradera. Debemos seguir a Jesús por la vía dolorosa, el camino doloroso que atravisea la muerte hacia la vida eterna.
El filósofo católico Peter Kreeft, en su libro El cielo, el anhelo más profundo del corazón, escribió:
El sufrimiento es una ocasión para la sabiduría, y la sabiduría es un ingrediente esencial de la felicidad. Si la felicidad es objetiva, si no está en nosotros sino que nosotros estamos en ella, entonces sus leyes y principios objetivos pueden requerir un sufrimiento subjetivo por nuestra parte. La mayoría de los grandes hombres y mujeres del pasado han experimentado y enseñado el valor creativo del sufrimiento, la felicidad objetiva de la infelicidad subjetiva.
Jesús nos ha enseñado que debemos soportar el sufrimiento y la muerte en esta vida para poder seguirlo a la alegría eterna del cielo. La Santa Cruz es el signo sacramental de esta profunda verdad.
Dios Padre nos ama tanto a cada uno de nosotros, y a toda la inmensidad de su creación, que envió voluntariamente a su único Hijo, el Verbo encarnado, a sufrir y morir por nosotros en una cruz. Como resultado, el horrible instrumento de tortura y muerte ha sido exaltado y se ha convertido para nosotros en todo lo contrario de lo que era: ya no es un signo de desesperación y muerte, sino una afirmación de esperanza y alegría.
Demos gracias a Dios por el gran don del amor sacrificial que hemos recibido y recemos con fervor las palabras que entonamos el Viernes Santo: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos porque por tu Santa Cruz has redimido al mundo.” †