Cristo, la piedra angular
Gracias al amor de Dios, la vida no termina con la muerte, solo cambia
“Así está escrito, y así era necesario, que el Cristo padeciera y resucitara de los muertos al tercer día, y que en su nombre se predicara el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando por Jerusalén” (Lc 24:46-47).
En términos generales, hay tres formas de imaginar lo que ocurre cuando un ser humano fallece.
La primera consiste en imaginar que cuando esto ocurre, la persona entra en una especie de estado de “no ser,” un reino de sombras que ya no se rige por las leyes de la naturaleza ni por la existencia material. Este es el infierno donde habita Hades según la mitología antigua, el seol de los hebreos, el mundo donde habitan los fantasmas. Nada allí parece real o permanente.
La segunda forma de imaginar lo que ocurre con la muerte es más prosaica y clínica. La muerte humana, como la de los animales y las plantas, se considera nada más (o nada menos) que el proceso físico de desintegración que se produce como parte natural del ciclo de la vida.
Cuando un ser humano fallece, esa persona concreta deja de existir. Todo lo que queda de ella son los recuerdos en la memoria de los que le han sobrevivido, junto con cualquier escrito histórico u otros artefactos que conserven algún registro de la vida y obra del difunto.
La tercera forma de imaginar lo que les sucede a los seres humanos después de morir consiste en tomar esa visión sombría descrita al principio, darle la vuelta y hacerla más sólida y consecuente que la vida tal y como la conocemos ahora.
En esta visión radicalmente transformada, la vida después de la muerte no es una sombra sino incluso más sustancial que la existencia anterior a la muerte. Esto es lo que creemos los cristianos, a saber, que la vida después de la muerte es de algún modo “más real” que nuestra existencia actual.
Esta tercera visión de la vida después de la muerte se retrata en la lectura del Evangelio del tercer domingo de Pascua (Lc 24:35-48). Jesús se aparece a sus discípulos que, acobardados, se esconden a puertas cerradas, y les dice: “¡La paz sea con ustedes!” Ellos “se espantaron y se atemorizaron, pues creían estar viendo un espíritu” (Lc 24:36-37). Sabían que el Señor había resucitado de entre los muertos, pero no entendían lo que esto significaba en términos prácticos.
Jesús les asegura su identidad y su realidad. “¿Por qué se asustan? ¿Por qué dan cabida a esos pensamientos en su corazón? ¡Miren mis manos y mis pies! ¡Soy yo! Tóquenme y véanme: un espíritu no tiene carne ni huesos, como pueden ver que los tengo yo” (Lc 24:38-39). San Lucas nos dice que al decir esto, “les mostró las manos y los pies” (Lc 24:40).
Los discípulos permanecieron escépticos, convencidos únicamente a medias. El Evangelio indica que aunque “por el gozo y la sorpresa que tenían, no le creían” (Lc 24:41), Jesús les preguntó: “¿Tienen aquí algo de comer?” (Lc 24:41), a lo que san Lucas nos dice que “ellos le dieron parte de un pescado asado, y él lo tomó y se lo comió delante de ellos” (Lc 24:42-43). Jesús hizo esto no porque tuviera hambre o porque necesitara comida terrenal, sino porque quería demostrarles que no era un fantasma, sino un ser humano real cuya vida había cambiado, no terminado.
Afirmamos esta creencia fundamental cada vez que celebramos la misa de cristiana sepultura. La vida cambia, no termina con la muerte. Además, proclamamos con valentía que todos resucitaremos en el último día, y que cuando esto ocurra, nuestras almas y nuestros cuerpos se reunirán de una forma radicalmente distinta a nuestra actual existencia terrenal.
Este principio de nuestra fe cristiana (“la resurrección del cuerpo”) resulta escandaloso para las mentes modernas. Nuestra cultura contemporánea afirma que la muerte es el fin absoluto, y que después de la muerte no somos más que un recuerdo lejano o una nota a pie de página en la historia del mundo.
Y sin embargo, el Evangelio nos dice que los que han muerto en Cristo vivirán con él. No seremos fantasmas. Al igual que él, seremos seres humanos reales (en cuerpo y alma) cuyas vidas han cambiado, no han terminado.
Mientras tanto, el Evangelio nos dice que debemos ponernos manos a la obra. Somos testigos del gran milagro de la resurrección de Jesús, y él nos ha encargado “que en su nombre se predicara el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando por Jerusalén” (Lc 24:47), la Buena Nueva de que si creemos en él, y le seguimos, podemos tener vida eterna.
Mientras continuamos nuestra alegre celebración del gran misterio de la resurrección de Jesús de entre los muertos, no dudemos en proclamar con nuestras palabras y nuestros actos que Cristo ha resucitado, que el amor de Dios es más fuerte que la muerte. y que nosotros también resucitaremos un día, no como fantasmas, sino como seres humanos reales cuyas vidas han sido transformadas, no han terminado. †