Cristo, la piedra angular
El amor de Dios es eterno, su misericordia permanece para siempre
Que lo digan los temerosos del Señor “¡Su misericordia permanece para siempre!” (Sal 118:4)
El segundo domingo de Pascua, con el cual concluye la Octava de Pascua, se conoce también como el domingo de la Divina Misericordia. El Papa San Juan Pablo II estableció esta fiesta litúrgica el 30 de abril de 2000, cuando canonizó a la hermana polaca Faustina Kowalska, que fue una firme defensora de la devoción a la misericordia de Dios.
El 22 de abril de 2001, un año después de establecer el Domingo de la Divina Misericordia, San Juan Pablo II volvió a insistir en su mensaje en el contexto de la Pascua de Resurrección:
Jesús le dijo un día a santa Faustina: “La humanidad nunca encontrará la paz hasta que se encomiende con confianza a la Divina Misericordia.” ¡Divina Misericordia! Este es el don pascual que la Iglesia recibe de Cristo resucitado y ofrece a la humanidad.
El Papa Juan Pablo II, quien falleció en abril de 2005 durante la vigilia del Domingo de la Divina Misericordia, fue a su vez beatificado el Domingo de la Divina Misericordia—el 1 de mayo de 2011—por su sucesor, el Papa Benedicto XVI y conjuntamente con el Papa Juan XXIII, fue canonizado por el Papa Francisco el Domingo de la Divina Misericordia, el 27 de abril de 2014.
Dado nuestro estado actual de guerra constante—en Ucrania, en Tierra Santa y en muchas otras partes del mundo—la devoción a la Divina Misericordia es muy necesaria ahora.
El salmo responsorial del Domingo de la Divina Misericordia (Sal 118) afirma que el amor de Dios es eterno y que la misericordia divina perdura para siempre:
“La piedra que los constructores rechazaron, ha llegado a ser la piedra angular. Esto viene de parte del Señor, y al verlo nuestros ojos se quedan maravillados. Este es el día que ha hecho el Señor; alegrémonos y regocijémonos en él” (Sal 118:22-24).
“Cristo, la piedra angular” es mi lema episcopal y la confirmación de que Dios nos ama tanto que envió a su Hijo único para salvarnos en el mayor acto de misericordia jamás conocido: la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nuestra Iglesia se construye sobre estos firmes cimientos. Como comunidad de fe, estamos cimentados en el amor misericordioso de Dios que perdura para siempre frente a todos los obstáculos.
La lectura del Evangelio de este domingo (Jn 20:19-31) relata la conocida historia del “Tomás incrédulo,” el apóstol que se negó a creer en la resurrección de Jesús, diciendo: “Si yo no veo en sus manos la señal de los clavos, ni meto mi dedo en el lugar de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20:25). Como muchos de nosotros, Tomás era escéptico; no podía aceptar lo que no podía tocar con sus propias manos ni ver con sus propios ojos.
San Juan nos dice que, una semana después, Jesús le permitió a Tomás encontrarse con él en su forma humana glorificada posterior a la resurrección, pero elogió a los que “ven” a Jesús únicamente con los ojos de la fe:
Estando las puertas cerradas, Jesús llegó, se puso en medio de ellos y les dijo: “La paz sea con ustedes.” Luego le dijo a Tomás: “Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.” Entonces Tomás respondió y le dijo: “¡Señor mío, y Dios mío!” Jesús le dijo: “Tomás, has creído porque me has visto. Bienaventurados los que no vieron y creyeron” (Jn 20:26-29).
La Divina Misericordia se extiende a todos, incluso a los ateos, agnósticos y a aquellos cuya fe es débil. Pero para los creyentes, la plenitud del amor de Dios se revela en los encuentros con el Señor resucitado durante la oración, los sacramentos y el servicio a los demás, especialmente a los más necesitados. Por eso debemos practicar nuestra fe: a menos que estemos en el encuentro constante con Jesús, se convierte en una vaga idea o en un recuerdo lejano. Para que nuestra fe se mantenga viva, debemos “er” a Jesús con frecuencia (todos los días, de ser posible) con los ojos de una fe activa y vivencial.
En la primera lectura del Domingo de la Divina Misericordia (Hch 4:32-35), descubrimos que “los apóstoles daban un testimonio poderoso de la resurrección del Señor Jesús, y la gracia de Dios sobreabundaba en todos ellos” (Hch 4:33). La “gracia” concedida a los miembros de la Iglesia primitiva era su capacidad para vivir juntos en armonía, compartiendo todo en común. Esta es la misericordia divina en acción, el amor de Cristo que llena nuestros corazones y nos permite vivir juntos en paz.
Mientras continuamos nuestra celebración de esta temporada de Pascua, demos gracias a Dios por su infinita misericordia y por todos los dones que nos da tan generosamente. Practiquemos nuestra fe en Jesús al renovar nuestro compromiso de encontrarnos con él en nuestras oraciones, en las Sagradas Escrituras, en la santa eucaristía, así como en todos los sacramentos, y en el servicio a “los más pequeños” de nuestros hermanos y hermanas.
Que este tiempo de Pascua profundice nuestra fe y nos conduzca a la alegría de la presencia de Cristo. ¡Aleluya! †