Cristo, la piedra angular
La generosidad de Dios supera nuestras expectativas
“¿Acaso tienes envidia, porque yo soy bueno?” (Mt 20:15)
La lectura del Evangelio de este fin de semana, el vigésimo quinto domingo del tiempo ordinario (Mt 20:1-16a), incluye una parábola conocida, pero algo desconcertante. Un terrateniente contrata jornaleros para trabajar en su viñedo con un salario diario acordado. Algunos trabajadores empiezan temprano por la mañana; otros se añaden a medida que avanza el día, incluidos algunos a quienes el terrateniente contrata a última hora del día.
Cuando termina la jornada y los jornaleros reciben su salario, los que llegaron tarde reciben la misma cantidad que los que trabajaron todo el día; estos últimos están comprensiblemente resentidos. “Estos últimos han trabajado una sola hora—reclaman—y les has pagado lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el cansancio y el calor del día” (Mt 20:12).
Nuestra reacción inmediata es ponernos del lado de los obreros que trabajaron todo el día. Por un sentido de justicia elemental, pensamos: “¿no deberían recibir más que los que apenas trabajaron unas horas?”
Jesús nos dice que el terrateniente defendió su acción como un acto de generosidad que, por definición, supera las expectativas ordinarias.
Ser generoso, ya sea con el tiempo, el talento o el dinero, significa dar más de lo que dicta la exigencia de lo justo o la costumbre. La generosidad emana del corazón como expresión de compasión o de auténtica preocupación por el bienestar de los demás. No se limita a lo que se espera habitualmente.
El terrateniente respondió a uno de los jornaleros que se quejó: “Amigo mío, no te estoy tratando injustamente. ¿Acaso no te arreglaste conmigo por el salario de un día? Ésa es tu paga. Tómala y vete. Si yo quiero darle a este último lo mismo que te doy a ti, ¿no tengo el derecho de hacer lo que quiera con lo que es mío? ¿O acaso tienes envidia, porque yo soy bueno?” (Mt 20:13-15).
Si nuestras mentes y corazones están abiertos, esta parábola debería hacernos plantearnos esta misma pregunta: ¿Acaso tenemos envidia porque Dios es bueno? ¿Juzgamos a los que creemos que reciben un trato diferente (mejor) que nosotros? ¿Estamos resentidos con los que no trabajan tanto como nosotros y, sin embargo, parecen recibir más beneficios? ¿Nos quejamos cuando nuestros derechos individuales parecen quedar eclipsados en favor del bien común?
Nos hemos convertido en una sociedad obsesionada con los derechos individuales. Ciertamente, los derechos humanos son fundamentales para la dignidad humana, y se deben proteger y preservar como una cuestión de equidad y justicia. Pero los derechos individuales no son absolutos, sino que en todo momento están supeditados al bien de los demás, al bien común. Como personas respetuosas de la ley, buscamos el equilibrio adecuado entre las necesidades individuales y las de todos. Las buenas leyes, y las políticas públicas justas, respetan este equilibrio entre los derechos individuales y el bien común.
Por otro lado, la generosidad de Dios supera todas las expectativas humanas de justicia e igualdad. Dios trata a cada persona como un ser especial y único, hecho a Su imagen y semejanza. Independientemente de la raza, la etnia, el estatus social o económico, o las características personales, todos somos especiales a los ojos de Dios.
Por eso, nuestro generoso Dios comparte sus abundantes dones con todos, sin excepción. Ninguno de nosotros “merece” los dones divinos de la vida, la libertad y el amor. Tampoco tenemos derecho a aquello que nos hace felices o exitosos. Todos estos son dones que recibimos de un Dios bueno y misericordioso.
La naturaleza de Dios es dar con generosidad; toda la creación es un regalo generoso de Dios. Nuestra redención sobrevino como resultado del don desinteresado de Cristo nuestro Señor, y nuestra santificación—nuestro crecimiento en santidad—se logra por los dones que derramó el Espíritu Santo en los siete sacramentos y en la oración, la adoración y el servicio desinteresado que prestamos a nuestras hermanas y hermanos en Cristo.
La parábola concluye con una de las afirmaciones más desconcertantes de las Sagradas Escrituras: “Así que los primeros serán los últimos, y los últimos serán los primeros” (Mt 20:16). Naturalmente, cuando leemos esto nos rascamos la cabeza confundidos: ¿Cómo puede ser justo que quienes nos hemos esforzado arduamente, tratando de hacer todo de la mejor forma posible y hemos logrado al menos un modesto éxito, quedemos rezagados detrás de los últimos? Todo nuestro ser grita: ¡No es justo!
Aun así, como cristianos bautizados, se nos invita, y se nos desafía, a aceptar la generosidad de Dios sin medir ni comparar nuestros dones con lo que otros han recibido.
¿Prestamos demasiada atención a lo que otros han recibido? ¿Acaso tenemos envidia porque Dios es bueno? De ser así, pidamos a Dios el don del arrepentimiento y la gracia de ser agradecidos y aceptar la generosidad de Dios incluso cuando no la entendamos. †