Cristo, la piedra angular
Por las heridas de Cristo hemos sido sanados
“Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Pero él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencia, y nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz recayó sobre él y por sus heridas fuimos sanados” (Is 53:3-5).
Hoy es el viernes de la Pasión del Señor, conocido como Viernes Santo. Hoy la Iglesia nos invita a caminar con Jesús en el viacrucis y a pararnos frente a él como testigos del intenso e inmerecido sufrimiento que vivió para expiar nuestros pecados.
Este año el viacrucis ha sido especialmente largo y penoso. La revelación del escándalo y su encubrimiento que se produjo a comienzos del verano pasado han herido profundamente a nuestra Iglesia, el Cuerpo de Cristo. De pie hoy ante Cristo crucificado estamos más conscientes que nunca de cómo cada uno de nosotros, y la Iglesia como institución, hemos contribuido a la pasión y muerte de nuestro Señor.
Este año, aquellos de nosotros que hemos sido llamados a servir como pastores estamos especialmente atentos a nuestras fallas en la labor de guiar y proteger a los integrantes más vulnerables de la familia de Dios. De pie hoy ante la cruz solo podemos pedir perdón al Señor a través de las palabras de Dimas, a quien la tradición identifica como uno de los dos ladrones que fueron crucificados con Jesús: “Nosotros sufrimos [la pena] justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo” (Lc 23:41).
Jesús no hizo nada para merecer la injusta sentencia que recibió, ni tampoco las burlas, los azotes y la cruel pena capital que le impusieron sufrir. Lo hizo por nuestro bien, para redimirnos de la esclavitud del pecado y para “hacernos íntegros” otra vez, pese a las heridas abiertas que causan nuestro egoísmo y pecado.
Cada Viernes Santo es un día de duelo y penitencia que nos lleva directamente a la alegría de la Pascua, y este año no es la excepción.
Como hombres y mujeres que heredamos el pecado original de nuestros primeros padres y como pecadores que somos, debemos reconocer y confesar nuestras faltas al mismo tiempo que buscamos el perdón de Dios y prometemos cambiar nuestra vida de pecado. La buena noticia de hoy (y de todos los días) es que el Señor nos ha perdonado. Nos ha redimido y nos ha liberado.
Todos nosotros, pecadores, debemos observar el Viernes Santo con genuino dolor y arrepentimiento. Acercarnos hoy a la cruz de Cristo sin una verdadera intención o de una forma superficial, solo sirve para crear nuevas heridas en el Cuerpo de Cristo que somos nosotros mismos. Ahora más que nunca estamos llamados a un arrepentimiento sincero y a una auténtica conversión.
La alegría de la Pascua viene a continuación. Cristo crucificado se levantará de entre los muertos y quienes hayan permanecido con él al pie de la cruz serán los primeros en vivir la maravilla y la alegría de la nueva vida que su muerte nos ha otorgado.
En la primera lectura de hoy (Is 53:3-5), el profeta Isaías nos dice que por sus heridas seremos sanados. ¡Qué paradójico! Nosotros, que hemos contribuido personal y colectivamente, a las graves heridas que sufrió este hombre inocente, el Hijo único de Dios, somos los beneficiarios inmerecidos de su inmolación, su obediencia a la voluntad de su Padre.
En consecuencia, el Viernes Santo es un día de tristeza y de alegría, de profunda desesperación y de la esperanza más excelsa. Nos llenamos de júbilo ante la cruz de Cristo porque es el portal hacia nuestra liberación, el origen de esa alegría inexpresable.
Mañana en la tarde, durante la vigilia pascual, cantaremos la Proclamación de la Pascua (Exultet) de la “feliz culpa que nos valió un Redentor tan supremo y glorioso.” Nos maravillaremos en el “poder santificador de esta noche” que “disipa la crueldad, lava las culpas, restituye la inocencia a los caídos y la alegría a los que sufren, desvanece el odio, promueve la concordia y tumba al poderoso.”
Este año recordamos pecados graves que nos provocan dolor y arrepentimiento. Pero justamente por este motivo también estamos llamados a “estar alegres y dejar que la tierra se regocije en la gloria que la inunda, bañada de la luz de su Rey eterno, que todos los rincones de la tierra se alegren sabiendo que ha llegado el fin de la tristeza y la oscuridad.”
Sintámonos tristes y busquemos arrepentimiento durante este triduo pascual, ¡pero también agradezcamos jubilosamente a Dios por su perdón, su gracia salvadora y su amor eterno! ¡Feliz Pascua de Resurrección! †