Alégrense en el Señor
San Pedro y San Pablo fueron evangelizadores con espíritu
Por esta época hace un año viajé a Roma con familiares, amigos y un grupo variado de peregrinos procedentes de nuestra arquidiócesis para recibir el palio del papa Francisco.
El palio lo portan únicamente el papa y los arzobispos metropolitanos que poseen responsabilidades más allá de los límites de su diócesis. El Arzobispo de Indianápolis sirve como metropolitano de la provincia de Indianápolis (las cinco diócesis de Indiana), y el palio que tengo el privilegio de portar—únicamente aquí en Indiana—es un signo de la unidad y de la comunión que existe entre las Iglesias locales de nuestro estado y la Sede Apostólica de Roma.
Huelga decir que fue un gran honor recibir este antiguo símbolo de ministerio episcopal de manos de nuestro Santo Padre. Y diría que resulta particularmente apropiado que esta ceremonia, en la que participan los arzobispos recién designados de todas las regiones del mundo, se celebra el 29 de junio, la solemnidad de San Pedro y San Pablo.
Estamos muy familiarizados con estos dos santos. Pedro es “la roca” a quien Cristo escogió como el cimiento sobre el cual se erige su Iglesia. Pablo es el gran misionero que proclamó el Evangelio mediante sus palabras y acciones, y quien ayudó a San Pedro y a los otros apóstoles a salir de su comodidad en los inicios de la Iglesia.
Si observamos de cerca a estos dos gigantes de nuestra fe veremos que eran personas comunes, como usted y como yo, a quienes Cristo les pidió que hicieran obras extraordinarias. Pedro era pescador. Los evangelios lo señalan como un hombre apasionado, impulsivo y débil (a pesar de su bravuconería). Exclamó: “Señor jamás te traicionaré” pero cuando llegó el momento de la verdad, no cumplió con su promesa bienintencionada.
Pablo era un fariseo ferviente que enjuició a los primeros cristianos. Estuvo presente cuando asesinaron al primer mártir cristiano, San Esteban. La conversión de Pablo fue drástica y la tarea que le confió el Señor resucitado—ser el apóstol de los gentiles—fue increíblemente difícil e importante. Gracias a las cartas y al ejemplo misionero de San Pablo, se sigue dando a conocer a Cristo a los pueblos de muchas y diversas culturas, idiomas y herencias religiosas en todos los rincones del mundo.
Empleando el término que el papa Francisco acuñó en su exhortación apostólica “La alegría del Evangelio,” podemos decir que San Pedro y San Pablo fueron verdaderamente “evangelizadores con espíritu.”
Fueron hombres que permitieron que el Espíritu Santo entrara en sus mentes y sus corazones. Fortalecidos por el Espíritu, superaron sus debilidades, sus prejuicios y sus temores. Con el fuego de la alegría del Evangelio ardiendo en sus corazones ambos obraron milagros de fe y sanación. Los dos construyeron el Cuerpo de Cristo en los primeros tiempos de la Iglesia, cuando proclamar el evangelio era una tarea peligrosa y extremadamente difícil.
El papa Francisco dice (con su característico estilo directo) que los cristianos no debemos tener “cara de vinagre,” aunque nos enfrentemos a obstáculos, dudas o temores. No debemos comportarnos como si nuestra fe nos pesara o la vida cristiana estuviera compuesta por una serie interminable de normas y reglas opresivas. Debemos estar alegres, regocijarnos en nuestra libertad y en el sentido perdurable de confianza en el amor de Dios por nosotros.
Ciertamente San Pedro y San Pablo estarían de acuerdo con el papa Francisco. Fueron hombres que sufrieron agonías y muertes intensas en nombre del Evangelio. Pero también descubrieron el verdadero significado de la libertad y la experiencia de la alegría auténtica y eso solamente puede provenir del encuentro personal con Nuestro Señor Jesucristo.
En el año que ha transcurrido desde que recibí el palio del papa Francisco he llegado a conocerlos y amarlos más íntimamente a ustedes, el pueblo de esta maravillosa Arquidiócesis. Inspirado por el ejemplo de estos dos grandes santos deseo estar abierto al Espíritu Santo y descubrir qué nos llama a ser y a hacer aquí y ahora. Para tener éxito en mi ministerio debo reconocer mis debilidades, prejuicios y temores para poder deshacerme de ellos y permitir que el Espíritu Santo obre en mí y a través de mí.
Una cosa sí está totalmente clara: mi misión personal como arzobispo metropolitano es una responsabilidad compartida. Sin la gracia de Dios, sin el apoyo de oración y la ayuda que recibo de ustedes, no puedo hacer nada.
Que estos dos grandes santos, San Pedro y San Pablo, los patrones de nuestra Iglesia catedral, se conviertan en ejemplo para todos nosotros mientras aceptamos el desafío del papa de ser evangelizadores con espíritu y misioneros de Cristo. †
Traducido por: Daniela Guanipa