Buscando la
Cara del Señor
Recuerdos de una madre sabia y su testimonio de fe
No me puedo aguantar: de acuerdo con mis registros, esta es la columna número 900 que escribo para The Criterion desde que me convertí en arzobispo, en septiembre de 1992.
Al cabo de más de 17 años, no me he saltado ni una sola columna en todas las semanas que The Criterion ha sido publicado. ¡Qué Dios perdone mi orgullo!
Es una vieja historia, pero detento el privilegio de repetirla: comencé a escribir una columna semanal desde los primeros días en que me convertí en obispo, en marzo de 1987.
En respuesta a mi sometimiento al Santo Padre mediante la documentación de la ordenación, su Secretario de Estado, el cardenal Agostino Casaroli, escribió en una nota que el papa Juan Pablo II me pedía que hiciera énfasis en mi papel como educador. Supuse que una forma de lograr este cometido era escribir un mensaje en la publicación católica semanal, primero en Memphis y posteriormente en Indianápolis.
Mientras rezaba por mi difunta madre en este pasado Día de las Madres, hice memoria de que ella también fue parcialmente responsable de mis redacciones semanales.
Recordé claramente que una vez me comentó cuánto valoraba la carta semanal que el obispo Henry J. Grimmelsman escribía en el periódico diocesano de Evansville. Por supuesto, mamá no podía saber que un día llegaría a ser obispo, pero su influencia en mí persiste de muchas formas. Sabrán comprender que esta semana le dedique mi columna número 900 junto con mis sentimientos de gratitud.
En sus años postreros, luego de que mi hermano y yo nos marcháramos a la universidad y al seminario menor, respectivamente, mamá se desempeñaba como maestra de escuela elemental en Holy Family en Jasper.
De joven, antes de casarse y empezar una familia, enseñó en escuelas públicas de una sola aula en el condado de Dubois. De hecho, había sido maestra del pastor de la parroquia Holy Family, quien la contrataría como la primera maestra laica de la escuela parroquial.
Una de mis fotos predilectas de ella fue tomada en una conferencia de maestros diocesanos en Evansville. Casualmente estaba en el centro de la fotografía y lucía tan serena como siempre la he recordado. Me imagino que esta característica llamó la atención del fotógrafo.
Uno de mis amigos sacerdotes evocaba con frecuencia su serenidad, su actitud pausada y su sabiduría. Por supuesto, había ocasiones en las que se sentía estresada, especialmente cuando se topaba con un chisme. No le interesaban para nada los rumores ni las anécdotas críticas que por lo general se sucedían en las conversaciones comunes. Si bien no tengo tanto tino como mamá, he intentado imitarla.
Visitaba su clase una vez cada semestre, durante mi permanencia en Saint Meinrad. Por lo general me invitaba durante la clase religión y resultaba divertido interactuar con los alumnos de cuarto grado. Obviamente mi percepción no es imparcial al evocar esos recuerdos con afecto, pero inevitablemente me impresionaba la receptividad de sus alumnos y los conocimientos que adquirían de sus enseñanzas.
Recuerdo que muchos de sus antiguos alumnos se presentaron en el velorio para rendirle sus últimos honores antes del funeral. También hubo muchos en la Misa del funeral.
Eso me sirvió de recordatorio del impacto que los maestros pueden ejercer en nuestros jóvenes y jóvenes adultos. Todavía me encuentro con alumnos de primaria de ella quienes hacen hincapié al decirme lo mucho que valoran haber estado en su clase.
A medida que recuerdo mi educación en la escuela primaria, siento un profundo respeto por mamá y por la forma en la que me permitió abrirme paso por mí mismo. Habría sido de esperar que, por el hecho de ser maestra, hubiera estado supervisándome constantemente para mantenerme en el sendero. Lo hacía conservando la distancia y nunca sentí que me presionara. Eso se lo atribuyo a su sabiduría.
En sus últimos años mamá se cayó dos veces y se fracturó la cadera. Rememoré esos años durante mi lucha con el linfoma de Hodgkin y, en época más reciente, cuando me sometí a cirugía para reemplazo de un hombro. Me concentré en su forma de aceptar los problemas físicos según aparecían y en cómo su serenidad se mantenía intacta mientras estaba resuelta a proseguir con el difícil proceso de rehabilitación.
Mi cuñada, Marge, fue una asistente fiel de mamá durante su rehabilitación. Cuando ella no estaba, yo procuraba de vez en cuando hacerme cargo y atender a mamá. Recuerdo que en ese momento esperaba que algún día pudiera yo gozar de su callada perseverancia para enfrentar desafíos físicos difíciles.
Los recuerdos de su testimonio me han ayudado en mis problemas de salud. No se me escapó el detalle de que siempre tenía cerca su rosario en sus últimos años de vida.
Si mamá todavía estuviera viva no me habría atrevido a escribir estos pensamientos. No le gustaba ser el centro de atención. ¿Acaso era perfecta? No, pero era una mamá sencilla que continúa presente de muchas formas maravillosas.
Espero que esto anime a otras madres. †