Buscando la
Cara del Señor
Las fiestas de Todos los santos y de los Fieles difuntos nos brindan la oportunidad para rezar por nuestros padres
Aquellos de ustedes que han seguido mi columna a lo largo de los años saben que, casi en intervalos de cinco años, reflexiono sobre mi madre y mi padre en esta época.
Hay dos acontecimientos que me hacen evocarlos; en realidad, tres.
El primero es la fecha de su aniversario de bodas en octubre. El segundo es la transición del hermoso otoño a los cielos grisáceos del invierno. El tercero es la celebración de Todos los santos y de los Fieles difuntos a comienzos de noviembre.
Han transcurrido al menos cinco años desde que cité el inicio del poema de William Cullen Bryant, titulado The Death of the Flowers (La muerte de las flores).
Me viene al recuerdo este poema porque casi siempre por esta época, durante mis primeros años de juventud, mi mamá citaba ese poema, generalmente mientras lavábamos la loza en una noche gris. Al menos así es como lo recuerdo después de tantos años.
“Llegan los días de melancolía, los más tristes del año,
de vientos que aúllan, de bosques desnudos, prados mustios y castaños.
Apiladas en los huecos de las arboledas, yacen muertas las hojas del otoño;
crujen por las ráfagas remolinantes y el paso de las liebres;
El petirrojo y el chochín han partido y desde los arbustos llaman;
en la penumbra del día y desde las cimas de los leños el cuervo grazna.
¿Dónde están las flores, las jóvenes y hermosas flores que otrora retoñaban y se erguían
ante la luz brillante y delicadas brisas, cual encantadora armonía?”
Bryant escribió este poema para conmemorar la muerte de su hermana, quien supuestamente falleció a principios de noviembre y de allí el tono tan gris y pesaroso del poema.
Probablemente la mayoría de nosotros se identifica con la melancolía de los días carentes de sol de finales del otoño y del inminente invierno. Y también nos apesadumbramos por la pérdida de nuestros seres queridos, pero lo hacemos con esperanza, gracias a nuestra fe.
Mi madre no tenía un carácter melancólico, ni tampoco tenía una personalidad efervescente. Era ecuánime y armónica, un buen ejemplo para mi hermano, mi padre y yo.
Como maestra, le encantaba la poesía y criticaba el hecho de que la lectura y la memorización de la poesía hubieran sido relegadas de la mayoría de los programas de estudios de la escuela elemental y la secundaria.
Por encima de todo, era una mujer que vivía su fe católica tanto en los días buenos como en los melancólicos. No hacía alarde de sus creencias y prácticas. Llevaba su cuota de sufrimiento y de cargas de la vida, pero los aceptaba conforme se presentaban.
La he tenido muy presente en mis sesiones de rehabilitación para el hombro. Mamá se fracturó ambas caderas y era fiel a su rehabilitación. Recuerdo el respeto que me infundía por ello.
El tipo de santidad de mi madre no era en modo alguno sensacional, pero con el pasar de los años se me ha vuelto cada vez más atractivo. Es por ello que la recuerdo afectuosamente tanto en el Día de todos los santos como en el de los Fieles difuntos.
No es de sorprender que el matrimonio de mis padres tampoco tuviera nada de espectacular, a menos que ser estables y fieles se considere algo espectacular.
Y supongo que en la cultura de nuestros tiempos la fidelidad y la perseverancia en todas las pruebas y dificultades de su vida juntos podría describirse como algo sensacional.
Era demasiado joven para darme cuenta de lo difícil que debió ser para la gente de su generación soportar la pobreza de la Gran Depresión.
Alguien que creció en unas circunstancias similares a las mías observó recientemente que nosotros realmente no sabíamos que vivíamos en tiempos difíciles. La pobreza no era extrema, pero prescindíamos de cosas y formábamos parte de una familia unida. Nuestros padres guiaban el camino y no podíamos menos que agradecerles.
En esta época, a medida que nos acercamos al final de otro año litúrgico de la Iglesia, quizás resulte buena idea examinar cómo nos comportábamos con nuestros padres durante nuestra crianza.
Recordamos los buenos tiempos, pero quizás no seamos tan apreciativos como quisiéramos.
Las fiestas de Todos los santos y de los Fieles difuntos podría ser una oportunidad para rezar con agradecimiento por nuestros padres difuntos. Y para quienes tienen la bendición de contar con padres que aún vivan, resultaría ideal elevar una plegaria de agradecimiento y analizar su actitud para con ellos.
Créanme que sé que algunos de ustedes no conservan gratos recuerdos de sus padres o de uno de ellos. Es algo muy doloroso y quizás la vida fuera injusta con ustedes o todavía lo sea. Rezar por aquellos padres que tal vez fueran caprichosos y aparentemente poco cariñosos sería un acto generoso.
La oración y el consuelo de hablar con un guía espiritual tal vez puedan conllevar a una paz sanadora. De una forma u otra, rezo por ustedes.
Nuestra fe puede ayudarnos a vivir con esperanza. †