Buscando la
Cara del Señor
La misericordia de Dios nos llama a aceptar responsabilidad por nuestros pecados
El segundo domingo de Pascua se conoce también como el Domingo de la Divina Misericordia.
El difunto Papa Juan Pablo II lo designó como tal por su profunda convicción de que la misericordia divina es quizás, el don más apreciado.
El fallecido Papa consideraba la devoción de Santa Faustina Kowalska a la Divina Misericordia, un mensaje muy oportuno. Ciertamente así lo entendieron también muchas personas y entonces floreció la devoción a la Divina Misericordia.
Es evidente que el Santo Padre eligió el segundo domingo de la Pascua como el Domingo de la Divina Misericordia debido al Evangelio para ese día.
San Juan, el discípulo amado, documentó que Jesús se les apareció a los 12 apóstoles quienes se encontraban reunidos a puerta cerrada por temor a los judíos.
Los saludó: “¡La paz sea con ustedes! Como el Padre me envío a mí, así yo los envío a ustedes” (Jn 20:21). Y seguidamente sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes les perdonen sus pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados” (Jn 20:22-23).
Jesús, recién resucitado de entre los muertos, nos entregó el sacramento de la misericordia de Dios y nos proporcionó la fórmula para recibir dicha misericordia a través de los tiempos.
Confirió a los 12 apóstoles la autoridad para perdonar los pecados en su nombre. Dicha autoridad se recibe y se practica mediante el poder del Espíritu Santo. El otorgamiento de la misericordia divina no es simplemente una idea maravillosa; es una realidad que se encuentra a disposición de todos los católicos bautizados.
No recuerdo dónde lo dijo, pero Santo Tomás de Aquino aseveró en una ocasión que la misericordia es el mayor atributo de Dios. La misericordia es el don más precioso que nos ha entregado. Es la expresión más sublime de Su amor por nosotros, mediante la representación de Su divino Hijo. La misericordia de Dios es el primer fruto, el regalo pascual conquistado por el sufrimiento, la muerte y la resurrección de Jesús.
El mismo Evangelio del segundo domingo de la Pascua, el Domingo de la Divina Misericordia, relata el episodio del desconfiado Santo Tomás quien no había estado presente en la primera aparición de Cristo resucitado y no creía que verdaderamente se tratara de él.
Jesús le dijo a Tomás: “Pon tu dedo aquí y mira mis manos. Acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino hombre de fe” (Jn 20:27). Jesús prosiguió: “dichosos los que no han visto y sin embargo creen” (Jn 20:29).
El difunto Papa Juan Pablo II tenía profundas convicciones con respecto a la incredulidad que forma parte de nuestra cultura contemporánea. Lo mismo se puede asegurar sobre el Papa Benedicto XVI.
Juan Pablo II estaba convencido de que la pérdida del sentido del pecado en nuestra sociedad era en verdad un indicio de la falta de fe en Dios. No me queda la menor duda de que para el Sumo Pontífice, fomentar la devoción a la Divina Misericordia era una forma más para conducir a las personas a la fe en Dios y en el proceso, ayudar a restituir un sentido de honestidad sobre pecado. La realidad del mayor don de Dios, la misericordia, debería ser una fuente de consuelo y una invitación a la conversión de corazón.
Negarse a recibir el maravilloso don pascual de la misericordia, a través del sacramento de la penitencia y reconciliación, indica que para muchos se ha perdido el valor de la presteza del perdón de Dios por todos los pecados y Su deseo de recibir a todos los pecadores en el abrazo de Su amor.
¿Acaso no sería esta la razón por la que el Señor se le apareció a Santa Faustina e hizo que se convirtiera en la abanderada de la causa del mayor de los dones divinos? La devoción al rosario de la Divina Misericordia es un medio para promover el agradecimiento por la compasión de Dios y su amor por todos nosotros pecadores.
Por supuesto, resulta importante que la devoción nos oriente hacia el instrumento mediante el cual se expresa y se recibe Su misericordia, a saber, el sacramento de la reconciliación.
Es conveniente recordar que el que perdona nuestros pecados es Jesucristo. El sacerdote que otorga la absolución y la penitencia en la confesión lo hace en la persona de Cristo. Confesamos nuestros pecados a Cristo a través del sacerdote que da la absolución.
Qué trágico que el valor del significado del sacramento de la penitencia haya disminuido de modo tan drástico. Esto se debe, en parte, a la falta de una catequesis sólida en cuanto al don de la misericordia divina y la realidad del pecado.
¿Acaso no tiene sentido que la misericordia clemente y la compasión de Dios no borre la culpabilidad moral sin nuestra participación en el medio que Él nos ha proporcionado para recibir dichos dones?
Atesoramos a un Dios misericordioso, pero eso no quiere decir que “todo se vale,” en términos de la moral.
Poseer un “sentido del pecado” significa que aceptamos nuestra responsabilidad moral basada en la verdad de lo que está bien y lo que está mal. Esta sensibilidad moral está grabada en nuestros corazones. La llamamos conciencia. †