Buscando la
Cara del Señor
Mamá y papá fueron verdaderamente mis maestros de vida y de fe
Abril es el mes más sentimental para mí. Todas las señales de vida nueva comienzan a surgir. Es también el mes de mi cumpleaños.
Este año celebraré mi septuagésimo cumpleaños y el vigésimo primero como obispo. Y sigue siendo cierto, ¡cada año se hace más corto!
Ya he averiguado por qué no me siento particularmente emocionado al celebrar los cumpleaños como solía estarlo. Los años están pasando demasiado rápido y hay mucho que hacer en la viña del Señor. Las oportunidades son infinitas y el tiempo parece demasiado corto. Los cumpleaños son un recordatorio puntual de que Dios está a cargo.
El otro día, un amigo dijo que cuando somos jóvenes esperamos con ansia los cumpleaños porque deseamos ser mayores. Ahora celebramos nuestro cumpleaños porque agradecemos estar aquí.
No se trata tanto del temor a la muerte, aunque durante un tiempo y a pesar de mi fe, ese pudo haber sido un factor. Ahora apacible y confiadamente creo que la vida en la eternidad será incluso mejor y perdurará para siempre. Al mismo tiempo, ruego porque se me conceda más tiempo para arrepentirme y enmendar mis pecados ¡de modo que mis años de purgación sean los menos posibles!
Mis cumpleaños generalmente comienzan con una llamada de mi hermano y mi cuñada temprano en la mañana, seguida poco después por llamadas de amigos como mi compañero de clases de Saint Meinrad, el padre benedictino Gregory Chamberlin.
Estas llamadas telefónicas me facilitan recordar mis raíces en la oración a comienzos de mi vida. No necesito decir, que mis oraciones están adornadas con pensamientos de mamá y papá quienes con seguridad están en la gloria.
A medida que envejezco y adquiero más experiencia en la vida, agradezco más la bendición de tener una familia tan maravillosa. Mamá y papá fueron verdaderamente mis maestros de vida y de fe. Reflexionando sobre mi planteamiento, diría que ellos me enseñaron más por la forma en que vivieron que por lo que me dijeron.
Incluso en sus últimos días, después de que mi papá había perdido su capacidad de recordar cosas, cuando celebraba la Misa en la casa con él, recordaba las respuestas a cada plegaria y respondía vigorosamente.
Antes de que necesitara cuidados especializados, cuando lo visitaba en la casa, a veces yo dormía hasta más tarde que él. Inevitablemente, lo escuchaba recitar sus plegarias matutinas en voz alta, las mismas plegarias que él, mamá, mi hermano y yo decíamos juntos sentados a la mesa para desayunar. Esa clase de prácticas en familia quedan grabadas de manera profunda y perdurable.
Mamá y papá eran miembros activos en el apostolado de nuestra parroquia local en Jasper mucho antes de que fuese popular la palabra “colaboración” en el ministerio. Ellos ejercían un generoso liderazgo en las organizaciones y proyectos de la parroquia, siempre preguntándose y preocupándose de si tendrían la capacidad de ejecutar la tarea. Mientras todavía podía asistir, especialmente después de haberse retirado, papá era un visitante habitual de las personas que estaban confinadas. Mamá enseñó en la escuela Holy Family hasta que su salud se lo permitió.
Era una lectora asidua del periódico diocesano semanal. Si papá lo era también, nunca dijo mucho al respecto. Pero mamá solía comentar sobre la columna semanal del Obispo de Evansville, Henry Grimmelsman, un recuerdo que me motivó a escribir una columna cuando me convertí en obispo.
Estos y muchos otros pensamientos me recuerdan cómo el entorno familiar nos prepara para la vida de fe y lo hace de maneras tan sencillas.
Para ustedes padres que se preguntan cuánta influencia tienen en sus hijos, puedo decirles que muchas veces me resistí a la supervisión de mamá y papá (o actué como si la estuviese ignorando) en mi vida y en la fe. Pero dejó su huella, y por ello estoy eternamente agradecido.
Los recuerdos de mis orígenes en el seminario y el monasterio podrían llenar libros. A la edad de 21 años, pensaba que el monasterio de Saint Meinrad se convertiría en mi nuevo hogar de por vida. De hecho pasé la mayoría de los siguientes 30 años allí, y me encantó desde el primer día que ingresé en el seminario.
Dos lecciones de mis padres me sirvieron mucho para aprender a vivir en una comunidad de hombres de mentes similares. Mamá me enseñó a no reclamar nunca privilegios para mi mismo que otra persona del grupo no pudiera reclamar. Ella me recordaba que yo no era mejor ni más privilegiado que otro porque todos somos hijos de Dios.
Y Papá repiqueteaba en mi cabeza que “un trabajo que merece realizarse, merece realizarse bien.” Pero por sobre todo, mis padres me enseñaron a orar y a tener la disposición de servir. Lo hicieron hasta que ya no les fue posible hacerlo más.
Al mirar hacia el futuro, oro porque pueda emular la humildad, la generosidad y la serenidad de mamá y papá. Estoy consciente del don que mi hermano y yo recibimos. Espero que esto les anime a ustedes como padres. †