Buscando la
Cara del Señor
Alabando a Dios y agradeciendo los tantos obsequios que recibimos
De niños, se nos enseña a decir “gracias” cuando alguien nos elogia, nos da un regalo o nos hace un favor.
Además de nuestra gratitud por las “grandes cosas” de nuestra vida, también es costumbre decir “gracias” cuando el mesero nos vuelve a llenar un vaso con agua o cuando un extraño mantiene abierta la puerta del ascensor o cuando recibimos un cumplido de un amigo.
Estos pequeños regalos de tiempo y atención puede que no parezcan significativos en sí mismos pero nuestra respuesta a ellos dice mucho de cómo nos vemos en relación con el mundo que nos rodea.
El hábito de decir “gracias” nos ayuda a recordar que todo cuanto tenemos nos es dado, originalmente y básicamente, como un regalo. Cuando libremente reconocemos nuestra gratitud hacia Dios y hacia otros al decir “gracias,” estamos reconociendo el hecho de que ninguno de nosotros es una isla y que estamos todos interconectados como hermanas y hermanos en la familia de Dios.
A través de la gratitud demostramos una cortesía y un respeto básicos hacia todos los seres humanos y al mismo tiempo nos liberamos de las cargas de la arrogancia, el resentimiento y el aislamiento del resto de la familia humana.
La historia del Evangelio de los diez leprosos que leemos el Día de Acción de Gracias puede verse desde diversos puntos de vista. Consideramos la historia desde el punto de vista positivo de los nueve que fueron curados, pero que no regresaron a dar gracias. Quizás no se dieron cuenta de que habían sido curados. O tal vez simplemente no querían hablar sobre ello o aceptar el obsequio de la curación de parte de alguien más.
También podemos ver la historia desde la perspectiva de Jesús. Desde el punto de vista de su condición humana, debió dolerle el hecho de haber ayudado a 10 personas y que sólo una regresara a agradecerle.
Me agrada pensar sobre el leproso que regresó a decirle “gracias” a Jesús. San Lucas nos cuenta que el leproso agradecido no era judío sino samaritano. Lo cual significa que era un paria y un extranjero que no tenía ninguna razón para esperar nada de Jesús.
Una de las ironías de esta historia es el hecho de que los nueve que eran judíos no volvieron a agradecerle, sino que fue el extranjero quien “se volvió glorificando a Dios en alta voz y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús le daba las gracias.”
Después de preguntarle: “Los otros nueve ¿dónde están?” “¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?”, Jesús simplemente le dice al samaritano “levántate y vete; tu fe te ha salvado.”
Me gusta analizar la historia desde la perspectiva agradecida del leproso porque considero que es claro que la gratitud de ese hombre lo predispuso a un tipo de curación cualitativamente distinta. Diez personas fueron sanadas de una enfermedad física devastadora e incurable, pero (hasta donde sabemos), sólo una recibió el obsequio adicional que proviene de dar las “gracias.”
Sólo podemos imaginarnos el temor, la ira y la soledad que vienen junto con una enfermedad tan horrible como la lepra. Un padecimiento tan terrible seguramente viene acompañado de los sentimientos más severos de amargura y resentimiento. Atrapados en la angustia de este tipo de pesadilla viva, sería muy fácil perder todo sentido de gratitud por el obsequio de la vida o por las bendiciones de la libertad política o religiosa.
Quizás podamos apreciar la libertad emocional y espiritual que ha de haber sentido el leproso agradecido cuando se levantó del suelo y se encaminó a Samaria.
Al alabar a Dios y dar gracias, el leproso agradecido se liberó de su resentimiento hacia Dios y su ira contra una sociedad que lo rechazaba y lo maldecía.
Al decir “gracias” el paria reestableció su conexión con la familia de Dios y abrió su corazón al tipo de curación que sólo puede ocurrir cuando nos liberamos de las cargas emocionales del orgullo y el resentimiento encarnado.
Por medio de la gratitud el leproso de Samaria fue curado y liberado de una forma que los otros nueve no experimentaron.
Este es el obsequio especial que recibió el leproso: además de su limpieza física, aquel que le dio gracias y alabó a Dios pudo también jactarse de un corazón limpio, un espíritu alegre y la disposición para dejar atrás el pasado y comenzar otra vez como un hombre nuevo cuya fe lo sanó. Obtuvo la libertad de espíritu.
La curación y la entereza vienen cuando nuestros corazones están limpios y cuando podemos alabar a Dios y darle gracias por los múltiples obsequios que recibimos, aun en tiempos de probación y adversidad. Dejemos que el Día de Acción de Gracias sea un recordatorio oportuno de nuestro amoroso Dios. †